¿Para qué sirve la literatura?

por Francisco Delgado Santos

 Quiero empezar mi intervención recordando los versos de Kduan-Yzu, poeta chino del siglo VI antes de Cristo:

Si tus proyectos alcanzan a un año,
siembra grano.
Si llegan a diez años,
planta un árbol.
Si llegan a cien años,
educa a un pueblo.

Sembrando grano
cosecharás una vez.
Plantando un árbol
cosecharás diez veces.
Educando al pueblo cosecharás cien veces.

Como algunos de ustedes saben, he pasado buena parte de mi vida en Colombia, en una de las épocas en que con más intensidad la violencia asoló  esa nación. Pero debo confesar que no todo era allí violencia: había en Colombia un pueblo emprendedor, creativo y sensible, que nos sorprendía a los recién llegados con la exhibición de seis o siete obras de teatro diferentes en un solo barrio de una misma ciudad –y sin que se tratara de un festival, sino de un día cualquiera;  o que nos asombraba con la devoción hacia el deporte familiar y masivo durante sábados, domingos y feriados, en que las ciclovías se poblaban de niños, adultos y ancianos que cicleaban, corrían, patinaban, caminaban, respíraban, vivían…

Entre ese cúmulo de maravillas que despertó mi perplejidad, anoté en mi diario de costumbres extrañas una que tenía relación con la política y que consistía en que los dos  partidos tradicionales habían llegado a un acuerdo para su alternancia en el poder, y que el ganador de los comicios presidenciales conformaba su gabinete con un 60% de cuadros de su partido, un 30% de personalidades del partido opositor y un 10% de figuras provenientes de otras candidaturas, incluidas las de extrema izquierda. El asunto no quedaba allí, sino que había un acuerdo tácito para no interrumpir políticas de Estado que se habían venido ejecutando en campos como los de la economía, la salud y la educación. Ello explicaba el éxito de programas como Escuela Nueva, por ejemplo, que habían venido desarrollándose a lo largo de más de dos décadas, con el apoyo de la sociedad civil y el financiamiento de todos los gobiernos de turno. Nadie se atrevía a tocar los proyectos exitosos que habían mejorado la vida de los colombianos.

Cuando por eso de tener más vocación de viento que de árbol, renuncié a un empleo de funcionario internacional con el que pude haberme jubilado sin mayores sobresaltos y retorné a un Ecuador del que nunca logré irme del todo, olvidé que, a pesar de la aparente cercanía geográfica, había venido a parar a otro mundo, y de una manera harto ilusa diseñé, entre otras cosas que me parecieron trascendentes, un proyecto destinado al fracaso. Se trataba de una Política Nacional de Lectura inscrita en el Plan Nacional de Desarrollo y que se insertaba en la estructura de una naciente Reforma Curricular, para ir avanzando, año tras año, desde el primero hasta el décimo de la Educación Básica. Me había olvidado que en este país no hay que esperar ni siquiera el cambio de un gobierno sino la renuncia de un ministro para que se archiven e incluso se proscriban los proyectos no traídos por los burócratas entrantes.

He recurrido a todo este largo preámbulo tan sólo para tratar de contestarme la pregunta que los directivos de esta Escuela me hicieran en el título de mi charla de hoy: “¿Para qué sirve la literatura?”

Quisiera antes poder responder una pregunta previa: “¿Cuál es la educación que queremos?”  ¿Cuál es la educación que queremos, compañeros maestros y maestras?

Yo, particularmente, querría, entre otros asuntos trascendentes, una educación planificada para el largo plazo; una educación que sin dejar de reinventar el mundo cada día, sin dejar de ser porosa a las nuevas propuestas y de dar espacio y oportunidad a los nuevos actores, sea capaz de reconocer la validez de las tesis frente a las antítesis; una educación fundamentada en la ética, la estética, la creatividad y la solidaridad; una educación que antes que formar sabios o yuppies exitosos, forme hombres honestos y rebeldes, autónomos, críticos, creativos, capaces de ser inmisericordes con los tiranos, pero de emocionarse hasta las lágrima ante lo bello y de jugarse la vida ante lo injusto.

Pero mientras unos queremos un tipo de educación, otros –la poderosa y mediocre mayoría- ponen en práctica postulados diferentes y el resultado viene a ser “La educación que tenemos”. Hace más de 150 años un adelantado a su época andaba pregonando cosas como las siguientes:

Hacen pasar al autor por loco. Déjesele trasmitir sus locuras a los padres que están por nacer.

(…) Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su “porque” al pie.

Acostumbrado el niño a ver siempre la razón respaldando las órdenes que recibe, la echa de menos cuando no la ve, y pregunta por ella diciendo: “¿Por qué?”.

Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos.

En las escuelas deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así desde niños los hombres aprenden a respetar a las mujeres; y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener miedo de los hombres.

(…) Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia. Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.

Esa era la educación que quería este iluminado, quien sin mencionar la hoy tan mentada palabra “creatividad”, advertía a la América de su época:

¡Vea la Europa cómo inventa y vea la América cómo imita!

Unos toman por prosperidad el ver sus puertos llenos de barcos… ajenos, y sus casas convertidas en almacenes de efectos… ajenos.

Cada día llega una remesa de ropa hecha, y hasta de gorras para los indios.

(…) ¡Las mujeres confesándose en francés! ¡Los misioneros absolviendo pecados en castellano!

La América no debe imitar servilmente sino ser original.
¡Ya que tratan de imitar todo, imiten la originalidad!
¿Dónde iremos a buscar modelos? Somos independientes, pero no libres; dueños de suelo, pero no de nosotros mismos.

Este adelantado, este iluminado, era don Simón Rodríguez, maestro del Libertador Simón Bolívar…

Al no haber tenido vigencia la educación que querían unos pocos –incluido don Simón Rodríguez-, se impuso la educación que querían los demás.

¿Qué clase de seres humanos ha venido formando hasta aquí esa educación? Cuando trato de contestarme esta pregunta visualizo las enormes barriadas de invasión que se asientan ya no sólo en las grandes ciudades del Ecuador, sino en las medianas y hasta en las pequeñas urbes; pienso en los congresistas prostituyéndose diariamente sin el menor asomo de rubor; en los pequeños burócratas poniendo tarifas a sus servicios aparentemente gratuitos; en los trabajadores de primera, cobrando bonos de eficiencia por labores ineficientes; en los grandes burócratas, amasando fortunas mal habidas y entregando en segunda o tercera hipoteca el futuro de la patria; en el cada vez mayor número de mendigos que pueblan las calles de nuestras ciudades; en el denigrante cetro que hemos ganado como campeones mundiales de la corrupción…

Y regreso a mi pequeño espacio de sueños y palabras, a tratar de hacer algo, a pesar de escuchar a mis espaldas la brutal carcajada del monstruo, a pesar de percibir su aliento fétido y de empezar a sentir la rudeza de sus primeros zarpazos.

Porque soy de esos ilusos que en vez de unirse a la mayoría, que en vez de ofrecer sacrificios a la bestia que tiene acorralados a los que no le rinden tributo, creen que es posible luchar, así sea desde pequeñas trincheras.

Mi pequeña trinchera es la palabra: algo que, a pesar de todos los avances tecnológicos, seguirá vigente por mucho tiempo más;  algo aparentemente  humilde pero realmente poderoso. Ya lo dijo Neruda: “todo está en la palabra”. Y yo añadiría: “y la palabra está en todo”.

Han llegado, en medio de la aceptación general, la radio, la televisión, el computador, el internet y ya se anuncian el visófono, el mailófono y no sé qué otras cosas por el estilo. No obstante, el poder de la palabra sigue intacto, revalorado, impertérrito frente a todos los milagros posmodernos.

Con la palabra –cabalgando todavía entre el non sense y la onomatopeya- anunciamos al mundo nuestra llegada; pedimos comida, abrigo, ventilación, aseo, medicinas, juguetes, caricias. Nos comunicamos, aprehendemos una gama lenguajes, recorremos primero el alfabeto del mundo y luego el de las letras, expresamos nuestras necesidades, goces y dolores, nos comunicamos con la gente y con la naturaleza; amamos, odiamos, combatimos, cortejamos, nos reproducimos, envejecemos, morimos.

Con la palabra, además, recreamos;  reconstruimos los múltiples sentidos de la vida y del universo. Y cuando esta recreación se sujeta a ciertas convenciones de la estética, hacemos literatura, creamos belleza a través de la palabra oral o escrita.

Mas, ¿para qué sirve la literatura? ¿Cuál es su función en la vida cotidiana? ¿Cómo influye en la educación y en la formación de la persona?

¿Por qué supuestamente los inteligentes estudian matemáticas y los tontos literatura? ¿Por qué la literatura es aparentemente prescindible, ornamental, accesoria, adjetiva, buena para locos y desocupados, mientras otras ciencias son serias, respetables, imprescindibles, prioritarias, sustantivas? ¿Por qué están a punto de cerrarse ciertas escuelas de literatura, mientras no dan abasto las que preparan administradores o contadores públicos?  No lo sé, ciertamente, ya que mi especialidad no es encontrar respuestas sino formular preguntas; picar cual tábano, como pretendía un cicutómano, para que la gente empiece a rascarse, y en esa acción trate de entenderse a sí misma y a rescatar alguna mínima parte de la verdad.

No obstante, supongo que incide en esta realidad de minimización de la literatura, una escala axiológica trastocada en una sociedad,  que ha enarbolado como valores supremos el tener sobre el ser, el gastar sobre el producir, el consumir sobre el saber, el exhibir sobre el sentir. Los padres de familia tocan el cielo con las manos cuando sus hijitos siguen carreras prácticas que les asegurarán buenos empleos y mejores salarios, y se horrorizan cuando algunos de sus irresponsables vástagos les confiesan su inclinación a la docencia, la comunicación, la psicología, el arte, la cultura.

Y si alguno de estos desventurados se atreve a emparentar con ciertas familias, hay llanto y crujir de dientes en el seno de esos hogares donde ha caído algo peor que la peste: la amenaza de un bajo ingreso económico y la cuasi seguridad de una horrible pobreza.

A pesar de este relegamiento, la literatura sigue allí, cumpliendo su escondida pero descomunal tarea de actuar simbólicamente sobre la conciencia de los seres humanos. Tres siglos antes del nacimiento de Cristo, ya Aristóteles había descubierto los poderes medicinales de la literatura sobre el alma humana. Sin nombrarla ciertamente como literatura, se refería a ella como el texto de carácter “dulce” que aparentemente no servía para nada, pero que efectivamente era el único que permitía el crecimiento de las personas; a este oponía el denominado texto de carácter “utilitario”, que aparentemente era el que servía para todo, pero que efectivamente sólo permitía la acumulación de conocimientos. Quizás nadie después de él, haya agregado nada más sabio ni consistente en torno a esta materia.

Antonio Muñoz Molina ha señalado que

La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos puritanos la consideran un lujo. En todo caso es un lujo de primera necesidad[1]
Y ha agregado que
Las gentes positivas suelen decirnos que los libros no sirven para nada, que no se venden, que no interesan a nadie. Pero algo tendrán cuando todas las tiranías han querido sojuzgarlos y quemarlos y cuando todos los hombres libres han aprendido de ellos y los han usado para enseñar la libertad[2]

Cuando somos pequeños y estamos recién en la gran aventura de la construcción de un lenguaje, la literatura toma la forma de nanas, rimas, dichos y decires, adivinanzas, trabalenguas, retahílas, chistes, chascarillos, versos, coplas, cantares y más modalidades de la tradición oral, no sólo para adormecernos gozosamente, no sólo para deleitarnos o asombrarnos, sino para ayudarnos a descifrar y a dominar los secretos de la lengua materna.

Más tarde, cuando ya somos firmes candidatos para ingresar a la escuela, la literatura se convierte en cuentos maravillosos que nos transmite a través de su cálida palabra la abuela, o que nos narra o nos lee amorosamente papá o mamá. Y a través de brujas, ogros,  gnomos, güijes, trolls, enagros o fantasmas,  salen de nuestra tierna psiquis los temores inconfesables que nos atormentan  a la hora de dormir y que se acrecientan con la obscuridad, la soledad y el silencio. De tal suerte que la literatura trasciende su mera función estética y pasa a desempeñar una función terapéutica, que al decir del psiquiatra Bruno Bettelheim, es no sólo necesaria sino imprescindible para el normal desarrollo de la psicología infantil.

Ya en la escuela, la literatura aguza nuestra sensibilidad, nos invita a viajar por mundos desconocidos, a bordo de alfombras mágicas que nos llevan a recorrer el reino de la fantasía. Pero a más de todos esos beneficios, la literatura se convierte en el único medio capaz de proponernos valores y arquetipos a seguir; mientras el mundo de las personas pragmáticas y de los textos utilitarios fracasan estruendosamente en sus vanos intentos de lograr que los niños adopten ciertas conductas (hacer esto o no hacer aquello), la literatura crea héroes con los que el niño se identifica e imita; la literatura     –cuando es buena literatura- propone, de manera implícita, maneras de ser que el niño interioriza libre y espontáneamente. ¿Habrá, me pregunto y les pregunto a ustedes, acaso, alguna función más trascendente que la literatura pueda cumplir? ¿Acaso las otras ciencias -las ciencias pragmáticas que prefieren los inteligentes, los que gobiernan el mundo-; acaso, repito, las otras ciencias  están en condiciones de conseguir estos efectos en los seres humanos?

Y a pesar de que ya nada más debiéramos pedir a la literatura, la literatura insiste en dárnoslo. El niño se hace joven y pasa de la escuela al colegio, del colegio a la universidad, y la literatura le va dando de una manera imperceptible pero efectiva, una serie de beneficios. Le regala, por ejemplo, una ventana para mirar el mundo. Como en la historia sobre el niño que no conocía la mar.

La literatura le ofrece un patio de recreo, donde  se produce el milagro del encuentro intergeneracional  con los adultos.

Y cuando adulto ya, la literatura le sigue acompañando. Llena espacios, puebla silencios, evita soledades. Y hasta es posible que transforme vidas, como sucedió con la de José Manuel Castañón, contada por Eduardo Galeano, a cuya historia acudo para finalizar mi intervención:

Era el medio siglo de la muerte de César Vallejo y hubo celebraciones. En España Julio Vélez organizó conferencias, seminarios, ediciones y una exposición que ofrecía imágenes del poeta, su tierra, su tiempo y su gente.

Pero en esos días Julio conoció a José Manuel Castañón; y entonces todo homenaje le resultó enano.

José Manuel Castañón había sido capitán en la guerra española. Peleando por Franco había perdido una mano y había ganado algunas medallas.

Una noche, poco después de la guerra, el capitán descubrió, por casualidad, un libro prohibido. Se asomó, leyó un verso, leyó dos versos, y ya no pudo desprenderse.

El capitán Castañón, héroe del ejército vencedor, pasó toda la noche en vela, atrapado, leyendo y releyendo a César Vallejo, poeta de los vencidos. Y al amanecer de esa noche, renunció al ejército y se negó a cobrar ni una peseta más del gobierno de Franco. Después, lo metieron preso; y se fue al exilio.

Quito, febrero del 2004

———————————————————————————-
[1] MUÑOZ Molina, Antonio: La disciplina de la imaginación, en: ¿Por qué no es útil la literatura?, por Luis García Montero y Antonio Muñoz Molina, Ediciones Hiperión, Madrid, 1994, segunda edición, p. 57.

[2] MUÑOZ Molina, Antonio: Las hogueras sin fuego, en: ¿Por qué no es útil la literatura?, por Luis García Montero y Antonio Muñoz Molina, Ediciones Hiperión, Madrid, 1994, segunda edición, p. 63-64.

Deja un comentario